Los últimos años
he leído diarios de escritores. Algunos son intensos, una delicia, no sólo por
el oficio de quien lo escribe, sino porque muestran las costuras de su
escritura. El Cuaderno Gris de Josep Pla, Diarios de
Franz Kafka, de Fernando Pessoa, por ejemplo. Algunos son de tamaño descomunal,
como La vida de Samuel Johnson o el de Robert Musil, cuyo
primero de dos tomos tiene más de ochocientas páginas de letra minúscula; otros
son más breves, como el de Jules Renard y el de Andre Gide, o francamente
pequeños, como el que compré de Pessoa en una feria del libro en la Plaza de la
Constitución de Querétaro.
Soy un desastre para leer. Empiezo un dietario, lo suelto y tomo otro, y otro más, y al paso de los meses veo que avanzo en todos, que los subrayo y con letra agazapada e indescifrable, incluso a veces para mí, dejo escrito en el margen algo que pensé, que debatí, que me iluminó durante la lectura. Quiero leer todo de una vez. Sé que la vida no me dará el tiempo suficiente. Quizá por eso.
Recuerdo el
momento cuando me topé en la librería Gandhi de Querétaro con los Diarios de John Cheever (1912-1982),
editado por Emecé, encuadernado con tapas duras e impreso en papel cultural. Ha
de estar carísimo, pensé, de los que no bajan de quinientos pesos. Lo saqué del
estante con el deseo inmediato de comprarlo y el temor al precio. Y vaya
sorpresa: noventa y nueve pesos.
Es el único que
no pude soltar. Una vez iniciada la lectura, se apoderó de mí la urgencia de
continuar. El tono, la calidad del texto, la presencia de los conflictos emocionales
lo vuelve tan legible como una buena novela. Aclaro que, según el editor, es
sólo el veinte por ciento de lo que escribió a máquina y a mano. Podar el texto
original debió de ser un trabajo abrumador.
Desde el primer
párrafo se evidencia el talento del escritor: “En la madurez hay misterio,
hay confusión. Lo que más hallo en este momento es una suerte de soledad. La belleza
misma del mundo visible parece derrumbarse, sí, incluso el amor. Creo que ha habido
un paso en falso, un viraje equivocado, pero no sé cuándo sucedió ni tengo esperanzas
de encontrarlo”.
Uno de los
aspectos fundamentales de los Diarios es el proceso que
sigue para animarse escribir, a lo largo del tiempo, de su homosexualidad.
Reprimida en principio, tratada con sutileza en sus primeros cuadernos, hasta
que gana terreno y decide hablar de sus asuntos personales con mayor soltura.
La novela Falconer (1977) es una de sus
obras más acabadas, donde trata el tema con brillantez y sin temores, aunque
también con un gran talento para no ser evidente, un tratamiento sutil empodera
al libro.
Exhibe su
necesidad de escribir, la ansiedad por tratar esos temas íntimos que lo
persiguen y sus afanes por lograr una obra importante: “Si escribo prosa
narrativa, como hago a veces, debo aceptar estas limitaciones. No es posible
que cada línea sea un clamor del corazón tallado en piedra. Pero me rebelo
contra el lenguaje común, la cualidad de relleno que encuentro en mi obra, y
trato de escapar… Pero puesto que no nací con un acento fuerte, debo hacer lo
que pueda con lo que tengo”[i].
Las
preocupaciones personales siempre lo atormentaron. Paulatinamente avanzan las
referencias, el escritor se atreve. Cuenta aventuras imaginarias con hombres y
se justifica diciendo que sólo son fantasías. Pero algún momento se vuelven
reales y escribe sus aventuras y sus dolores espirituales, rechazarse. Hay en
él una disyuntiva brutal. “Este cambio y movimiento –escribe– parece
apaciguar o curar mis ansiedades homosexuales, y contemplo alegremente la gente
que va y viene”[iii]. El libro transita
de expresiones duras a tonos poéticos. Salta de sus obsesiones sexuales a sus
obsesiones escriturales. “Era el año en que todo el mundo en Estados Unidos
estaba preocupado por la homosexualidad. También había otros motivos de
preocupación, pero mientras estas ansiedades eran objeto de artículos,
discusiones y publicidad, las referidas a la homosexualidad permanecían ocultas
y tácitas. ¿Lo es? ¿Lo fue? ¿Lo hicieron? ¿Lo soy?”[ii] Nos cuenta cómo preparo algún relato, exhibe su
oficio, piensa que es un tragedia que los hombres seamos incapaces de
ayudarnos, de comprendernos.
Vivió mucho
tiempo de sus cuentos, que le publicaba el New Yorker, y
sufrió lo indecible para volverse novelista. Se cuenta que su primera novela
fue rechazada por el editor; al volver a casa tiró el manuscrito al tarro de
basura en una estación de tren y se fue a escribir cuentos, pues necesitaba
pagar las facturas de su hogar.
Un día necesitó
más dinero, así que presionó a The New Yorker para que
le pagaran más, y como le negaron el aumento, consiguió que le quintuplicaran
el pago en revistas menos importantes. Publicó, entonces, en otras,
incluida Playboy, asunto que tensó su relación con sus
editores de siempre. Era un autor productivo y brillante, reconocido, en
plenitud. Los editores de revistas se peleaban sus historias. Tan sólo The
New Yorker le publicó 121 cuentos a lo largo de su vida. Él, en la
intimidad, admiraba a William Faulkner y lo releía.
Cuenta su hijo
Benjamín que su padre consideró publicar sus Diarios en
vida, se los ofreció a leer, incluso, buscando una opinión --creo que supuso
que al dar a conocer al público su vida íntima podría afectar a sus hijos; al
solicitar a Benjamin que lo leyera buscaba en realidad el filtro familiar, la
aceptación del riesgo, compartirlo--. Coincidieron en que sería mejor que se
editaran después de su muerte. Para entonces su familia estaba al tanto de su
bisexualidad y su esposa, Mary Winternitz,
soportó pacientemente sus largos años de alcoholismo y sus aventuras sexuales.
Desde que leí los Diarios deseé leer Falconer.
Poco antes de que Modiano recibiera el Nobel, encontré en Amazon la versión
digital. Trata de un profesor adicto a la heroína, que proviene de una familia
adinerada venida a menos. Va a dar a la cárcel por haber asesinado a su
hermano. En la reclusión descubre su homosexualidad cuando se enamora.
Farragut, el personaje central de Falconer lo conoce en
la regadera. Advierte que un joven delgado, de cabello negro le sonríe. Es
Jody. Farragut hace de él su mejor amigo y luego su amante. Más tarde se
pregunta: “¿por qué deseaba tanto a Jody cuando había pensado tantas veces
que su papel en la vida era poseer a las mujeres más hermosas? Las mujeres
estaban en posesión del mayor y más gratificante de los misterios. Había que
abordarlas en la oscuridad, y, a veces, aunque no siempre, poseerlas en la
oscuridad. Eran una esencia, fortalezas sitiadas que valía la pena conquistar
y, una vez conquistadas, de ellas manaba el botín”.[iv]
Farragut se fuga,
olvida su vida anterior y descubre que puede vivir de otra manera, conforme a
sus intereses y deseos. ¿Será cierto que ésta es la novela de su autoría más
amada por él? Eso dice una nota del editor. Preso, Farragut sufre carencias, el
abandono de su bellísima esposa, la pestilencia de las heces y la orina, la
necesidad urgente de consumir heroína, la suciedad y los abundantes gatos y
ratas, la depresión, la corrupción. ¿Es Farragut el alter ego de Cheever? ¿Han
perdido, autor y personaje, todos sus miedos? Sus diarios son una
lectura tan recomendable como sus novelas y cuentos, pero es indudable que la
lectura de sus pensamientos más íntimos permite leer su obra creativa con otros
ojos.
Un asunto
curioso: En su juventud, expulsaron a Cheever de la Academia Thayer por fumar.
Ahí culminó su educación formal. En la página de Wikipedia correspondiente a
dicha academia mencionan entre sus alumnos notables Cheever, ganador del premio
Pulitzer. Como los políticos que apoyan con miserias a los deportistas, pero se
fotografían con ellos cuando ganan la medalla.
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