El tiempo, ese traidor
Elecciones, ética y miopía
Deambulaba con Queta por los pasillos del Cotsco, en
Querétaro, medio perdido entre tanta comida, muebles, bártulos y electrodomésticos,
cuando me sorprendió encontrarme frente a frente con un viejo conocido, que no
veía al menos desde hacía tres años. Lo curioso del encuentro radica en que hace
un año él regresó a vivir a Ciudad Victoria y por las mismas fechas nosotros
empezamos un periplo permanente entre esa mi ciudad natal y Querétaro, donde él
vivía.
Luego de la alegría y el abrazo, el comentario obligado –carajo,
cómo es que nos venimos a encontrar acá–, el reconocimiento óptico que nos revela
el grado en que la vida nos ha estropeado la cara, el cabello y la barriga, y
la pregunta por la salud de los hijos, surgió el tema de moda: faltaban pocos
días para las elecciones federales del 2012. Confieso que yo andaba de mírame y
no me toques con ese asunto pues, desde que la violencia se encarnizó en el
noreste de México, tengo la convicción de que los políticos son los
directamente responsables, en particular los príistas que gobernaron los últimos
sexenios la región donde habitamos. Su profunda corrupción es el origen, aunque
también el aval de los votantes que, a cambio de unas láminas para techar la
casa, unos bultos de cemento, unas camisetas plagadas de publicidad y un par de
promesas obsequian el voto sin mayor consideración ni mucho menos.
Gracias a Twitter me
enteré de muchas de las tropelías que suelen omitir los medios de información.
Antes de que las redes sociales nos inundaran de información, tanto de la falsa
como de la verdadera, incluso con singulares combinaciones de ambas, sabías por
el chisme de sobremesa y las tertulias del café cómo se las gastaban los
políticos para ganar. Durante décadas fuimos un pueblo pasivo que se limitó a
contemplar el taqueo de urnas, el carrusel de votos. Pero desde hace unos diez
años, a través de correos electrónicos, blogs, páginas web y luego en el
Twitter y el Facebook la gente se animó a opinar, a informar fuera de los
medios que se suponen debería de hacerlo.
Precisamente cuando me topé con mi amigo, estaba en pleno
apogeo un escándalo político-electoral, según el cual el PRI habría comprado
votos a través de tarjetas de prepago de Soriana y del Grupo Financiero Monex, además
de otras linduras típicas de los procesos electorales, tales como el gasto excesivo
en renta de aviones, triangulación de gastos, donaciones irregulares, etc.
Tengo bien claro que todos los partidos políticos mexicanos
son falsarios, corruptos y manipuladores, que los políticos no poseen más ética
que la que Maquiavelo y Mazarino recomiendan, pero en casa me enseñaron –se
mama, dicen que se dice– que sin respeto no hay tranquilidad. Y comprar votos
me parece, por lo menos, siniestro.
Para mi sorpresa mi amigo defendió el punto contrario. Se
puso la casaca de los compra votos, con un argumento claro y preciso: No nos
hagamos pendejos, dijo, los que andan en campaña con cualquier candidato tienen
un objetivo personal: conseguir un buen empleo, billetes; así que si alguien recibe
ofertas a cambio de su voto, pues me parece bien que saque lo más que pueda. Si
me ofrecen un billete a cambio de mi voto, con gusto lo vendo. Lástima que
nadie se me ha acercado con una buena oferta.
Por supuesto que sentí el furor propio de la educación
judeo-cristiana, la indignación ante tamaña desvergüenza. La charla subió un
grado y se tornó en discusión abierta, entre carritos de mandado familias
apacibles que volvían la cara hacia nosotros al escuchar los denuestos lanzados
por dos enrojecidos rostros. Más prudente, Queta irrumpió con amabilidad y nos
recordó que se hacía tarde y aún había que hacer las compras. O sea que nos
devolvió a la realidad y ambos volvimos a la cordura amistosa, la tolerancia
ante las diferencias ideológicas y las conveniencias sociales.
No me sentí a gusto con la interrumpida polémica. Salí
rumiando del Cotsco. Cómo es posible, le decía a mi esposa, que no se comprenda
la diferencia entre interés personal e interés social, confundirlos es propio
de mentalidades obtusas, de cínicos o de una profunda y enraizada cultura donde
el individualismo llegó ya al extremo de negar la necesidad de vivir en
sociedad. La ética tiene un sentido: evitar que nos despedacemos unos a otros.
La ética se sustenta en un egoísmo inteligente, ya que si renunciamos a intereses
personales a favor del llamado bien común, todos salimos ganando. Cuando
elegimos a los gobernantes, le damos rumbo a la nación y se refleja en el bien
común. O debería reflejarse. Vender el voto, ya sea por un paquete de galletas
o un puesto público, es vender el futuro de todos.
Una de las virtudes que tiene el pájaro azul, el Twitter, estriba en ofrecer múltiples
puntos de vista sobre un mismo asunto, lo cual incluye por supuesto una miríada
de estupideces y visiones rocambolescas[1]. Hoy
abrí, por fin, una cuenta pajarera, pues durante un par de años me resistí a
escribir en tan pocos caracteres sobre cualquier cosa. Me cuesta mucho trabajo
resumir tanto mis ideas, aunque sean éstas de suyo breves y simples. Eso sí,
por motivos harto conocidos por los habitantes de mi nativa Ciudad Victoria (los
infames secuestros, los constantes asaltos y robos de autos, las matanzas y
descuartizamientos, los enfrentamientos a tiros) he seguido los hashtag para
guiar mis pasos, ya que, inmersas en algunas de estas etiquetas la gente previene
a la gente de los lugares donde se están matando los grupos delincuenciales, el
kilómetro y el rumbo donde asaltan a los viajeros –las carreteras ya no son las
de antes–, la zona donde lanzaron alguna granada o explotaron un auto.
Esta nueva realidad, repito, es producto de la corrupción.
Medio mundo quiere enriquecerse a como dé lugar y de prisa. Por eso resulta
fácil vender los votos y los cargos públicos. Qué más da. Vendemos la
secretaría de obras públicas a los constructores y las plazas a seudomaestros, de
la misma manera que vendemos las comandancias de las policías a los criminales.
Ayer amanecí con la noticia de que el IFE castigará a los
partidos políticos por los abusos que cometieron en las elecciones. El lenguaje
que usa el IFE no tiene un gramo de desperdicio. Por ejemplo, dicen que el PRI
contrató, a través de un intermediario (caramba, eso cambia todo, hay un
intermediario, ése de seguro es el tramposo y el partido es impúber, virgen, queda
incólume) un servicio de dispersión de recursos a través de tarjetas de
prepago.
¿Entendí bien? ¿Cómo se podría traducir? Me imagino que
significa algo así: El PRI, para no dar la cara, contrató un servicio
intermediario, mediante el cual pagó los servicios de mucha gente que trabajó para
ellos en la elección. Cuando yo era joven y participabas en política se
entendía que apoyabas un proyecto de nación, de modo que el partido no te daba
más allá de las gracias, en todo caso uno le metía dinero propio y boteaba en
las calles o visitaba a los conocidos para, con pena y todo, dar el sablazo, pues
el propietario del local exigía el pago de la renta mensual.
Javier Marías escribió una vez que la palabra corrupto
resulta superflua ahí donde la corrupción es la norma. Qué decir de mi ciudad,
donde la ética salió a pasear y se extravió. El resultado es evidente, pero tal
parece que seguimos ciegos y sordos y no somos capaces de relacionar la
violencia y la inseguridad con la cultura de la corrupción.
Este año habrá elecciones locales en Tamaulipas. Unos pocos
usan las nuevas tecnologías y comprenden la necesidad de ser activos y difundir
una visión más generosa y ética de la sociedad. Pero no veo en el resto de la
sociedad una respuesta ante el agravio. Pareciera que el miedo y los intereses
personales nos volvieron pasivos. Qué nos aguarda.
Guillermo Lavín
23 de enero del 2013
[1]
Al mismo tiempo inicio un blog, que en realidad es no es más que el Diario que escribíamos antes de que la
era digital nos atropellara. Durante varios años escribí una columna en la
revista de literatura A Quien Corresponda,
que editamos Queta Montero, José Luis Velarde y yo durante muchos años. El tiempo, ese traidor. Era el nombre de
mi columna, en ella contaba lo que me ocurría, mezclado con opiniones y a veces
me atrevía a reseñar libros. Ya sin la
revista, mi foro natural, abandoné mi columna. Hoy retomo aquella sana
costumbre.