viernes, 29 de noviembre de 2013

La palabra de Dios


Hace un par de años recopilé mis cuentos de ciencia ficción publicados aquí y allá, al paso de los años, les di forma de libro y lo titulé La Palabra de Dios, nombre del relato que ganara el segundo premio Alberto Magno de Ciencia Ficción en 1999, en España. Dudé entre éste y Llegar a la orilla, que fue recopilado, traducido y publicado al inglés en la antología Cosmos Latinos, que recogió textos del género, desde el origen del mismo en los países de habla española. Ahora tengo en las manos el libro impreso. 

Los cuentos recorrieron una vida interesante antes de unirse en el libro. Unos en Argentina, otros en España, la mayoría en México y un par de ellos en Estados Unidos. Antologías, periódicos, revistas analógicas y digitales, menciones honoríficas y algún premio.

El prólogo


Debo a Gabriel Trujillo Muñoz el prólogo. Gabriel, además de ser un ensayista, novelista y cuentista fenomenal, es un excelente amigo. Se percibe en sus generosas palabras. En él dice, por ejemplo:

"...un libro como La palabra de Dios (2012), resume no sólo las rutas, senderos, exploraciones y descubrimientos de su autor, Guillermo Lavín, sino que es un muestrario, por demás intenso, profundo e interesante en sus hallazgos narrativos y temáticos, de toda una generación que ha ejercido, en las últimas tres décadas, el don de la fantasía y la especulación sobre el futuro que ya está aquí, con nosotros, asediándonos con sus artilugios y artificios". 

Y más adelante:

"Lavín es un narrador al que le interesa —nada más y nada menos— que la aventura humana que se da corazón adentro, en ese entramado de emociones y sentimientos, de añoranzas y nostalgias, de pérdidas y fracasos que nos definen y nos hacen vivir el mundo como una experiencia de voluntad y resistencia. La ciencia ficción de Guillermo Lavín, la que sus relatos atesoran con ternura y dolor, la que palpita en su centro creativo, es un género que a nosotros, sus lectores, nos instala frente al espejo de nuestras propias imperfecciones, de nuestras propias derrotas, pero que, a la vez, no acepta la muerte de la utopía, la caída de los sueños que nos mantienen con vida".

Presentación


El próximo miércoles 4 de diciembre se presentará el libro en Querétaro. La organización está a cargo del Instituto de Cultura Municipal de Querétaro, cuyo director es José Antonio Mac Gregor, promotor cultural de toda la vida, conocido y reconocido en el país. La presentación estará a cargo del editor, escritor y poeta Arturo Medellín y de Luis Anaya Siurob, presidente de la Asociación de Libreros de Querétaro. La edición estuvo a cargo del Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes: quedo agradecido, ya que es un libro con excelente factura, una edición cuidada por la editora Socorro Perales y Ángel Lumbreras, el diseñador. 

Para asistir a la presentación, bastará con tener ganas, tiempo y andar cerca de Querétaro. Y aquí un fragmento: La palabra de Dios



La palabra de Dios.
Autor: Guillermo Lavín.
Edición del Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes.
Colección Agua Firme.
Primera edición 2013.
ISBN: 978-607-8222-12-4
Cd. Victoria, Tamaulipas, México.
Pp. 236

jueves, 26 de septiembre de 2013

Papel versus binario

El martes pasado me molestó un dolor de cabeza constante y sordo, paliado un poco por las aspirinas. Dejé de escribir y de leer, lo cual ya era una tortura, y salí rumbo a la Librería El Sótano para intentar distraerme. Gracias a mi tarjeta de cliente frecuente tenía unos quinientos pesos disponibles para comprar libros. Apenas entré al área de literatura me abordó un empleado, me preguntó si aceptaba contestar a una encuesta respecto a la calidad de la librería, y como creo que es útil para mejorar el servicio, es decir, me sirve, acepté. 

Las preguntas eran obvias: el servicio, la iluminación, los espacios, la oferta de libros, la utilidad de la página web, la forma de pago, qué servicios me gustaría que añadieran. Todo bien, le dije, pero la página web es inútil si no ofrecen libros digitales de calidad: la librería es excelente, pero su oferta digital es lamentable. El encuestador de El Sótano comentó que ya venden el e Reader Papyre, pero aceptó que su oferta de ebooks no es competitiva. Sugerí abrir una cafetería, hacer eventos, abrir talleres de lectura y escritura, ir a las escuelas a promover el libro infantil, aunque claro, desconozco el mercado y quizá sólo opino tonterías. No supo decirme si tienen estudios al respecto.

Libreros tradicionales

Me parece que los libreros mexicanos no comprenden que dentro de pocos años serán desplazados por el libro digital. Sí, ya sé que el libro físico seguirá vivo mucho tiempo, pero las tendencias, sobre todo con libros de literatura y ensayo, muestran un alza enorme de ventas digitales. 

La tendencia en Estados Unidos crece muy rápido, compran cada día más libros en la web. Acaban de llegar a México, casi al mismo tiempo, Amazon y Google Play Books. Barnes y Noble, por cierto, sigue encerrada en USA y Canadá: otro que se equivoca. Y lo lamento, pues no sólo tienen buena oferta de libros, sino que su último dispositivo, Nook HD+, me parece mejor que el Kindle de Amazon, y con mejor precio, pero está fracasando por la poca inteligencia comercial de la librería. Compré el Nook en diciembre del 2012, me lo robaron en último día de enero del 2013 durante un asalto, y lo volví a comprar en febrero. En abril o mayo, no recuerdo, B&N actualizó el aparato, que ahora es un Android. Es increíble. Compro libros en B&N –cuando voy a USA, pues siguen sin vender a México–, en Amazon, Google y en una librería que descubrí en línea, buena, excepto por su aplicación que es muy limitada: bajalibros. Librería Gandhi y el Fondo de Cultura Económica ya participan del mundo digital con acierto, aunque limitadamente.

Es tan importante la entrada de las librerías en línea a México, que basta con recordar que hace tres años Amazon ya vendía 180 libros digitales por cada 100 en papel; hoy, en USA, 30 de cada cien libros vendidos son digitales; en Reino Unido el 15%; en España el 5%. Otro dato: Según la consultora Future Source, en 2010 el mercado de los ebooks creció un 200%.

Papel versus binario

Mis amigos, la mayoría, dicen detestar la lectura electrónica. Prefieren el olor del papel y la tinta, la consistencia del objeto, la textura de la impresión, subrayar con marcadores, escribir en los márgenes. Estoy de acuerdo en principio, pero luego pongo los argumentos en la balanza y me vuelvo a inclinar por el libro electrónico. Mis razones son sencillas: No compro muchos libros que me interesan porque están impresos con tipos de diez puntos. Eso cansa la vista. Otros tienen cientos de páginas y el libro pesa horrores. Tengo libros que compré en los años setenta y se están desmoronando, por el pésimo papel y los químicos que usaron en su elaboración. El precio del libro digital suele ser un cincuenta por ciento más barato. El cúmulo que conforma mi biblioteca me exige un espacio grande, caro y difícil de mantener en orden y limpio. Y no contaré ahora la guerra que sostengo con las termitas desde hace unos años. Viajo mucho, últimamente, y sufro por no tener a la mano algún libro que deseo consultar.

Miles de libros en medio kilo

En un dispositivo de menos de medio kilo puedo tener todos los libros que quiera, mediante el uso de minúsculas tarjetas MicroSd.  Enciendo el aparato y accedo al libro que deseo. Señalo la palabra que desconozco y el diccionario la esclarece de inmediato. Con un dedo subrayo el texto y escribo notas. Si un texto me provoca una idea, con el mismo dedo –uso el índice–, abro un procesador de textos, escribo lo que quiero y, como estoy conectado a Internet, lo envío a mi email para usarlo más tarde. Estoy conectado a DropBox, de modo que mi lectura se respalda automáticamente en la nube; los libros que compro en librerías electrónicas generan su propio respaldo. Si voy a leer y mi esposa duerme activo la función para leer de noche y se invierten los colores: fondo negro, texto blanco. Se lee perfectamente en la oscuridad y no molesto a la vecina. Si a media noche requiero un libro, entro en las librerías en línea, bajo un fragmento gratuito para verificar que sea lo que necesito y, si es lo que deseo, lo adquiero con la tarjeta de crédito y lo descargo en segundos. Algunas librerías en línea permiten prestar los libros comprados durante un lapso.

Mi e Reader trae un teclado en inglés. Es una monserga. Pero compré –creo que costó unos treinta pesos– un teclado android en todos los idiomas imaginables que, además de sencilla de usar y versátil, parece leer el pensamiento: apenas inicio la escritura de una palabra y ya me ofrece tres opciones, acertando por lo general con alguna. Además el aparato es una Tablet, de modo que navego en internet, veo películas, escucho música, entro al Facebook, al Twitter, envío correos. 

Por supuesto que no todo es belleza. A veces se cae el sistema y se reinicia. Y hay que recargar la pila, cosa que hago cada noche. Si no tienes la precaución de respaldar los libros puedes perder los datos. Me ocurrió cuando me robaron el aparato. Eso sí, debo ser honesto: no se llevaron ningún libro de papel. 

El libro no es el papel

Ir a las librerías, disfrutar de los anaqueles, sacar libros y abrirlos, comprar algunos y sentarse en la cafetería a revisar la edición, a leer el índice y la primera página, es un placer que detestaría abandonar. Amo los libros en papel, pero creo que el libro digital arrasará poco a poco con las librerías como las conocemos, tal y como ha venido ocurriendo con la música. Si bien no desaparecerán del todo –es un deseo–, su destino está marcado. El papel derrotó al pergamino, éste al papiro, la escritura en los muros y la piedra quedaron como anécdotas. El libro no es el papel en que está impreso, sino las ideas expresadas, las novelas, los cuentos y poemas. Esa forma de libro se está muriendo y habrá que dejarlo ir.

Los e Reader serán cada vez mejores, con mejores prestaciones. El software de lectura, en unos dos o tres años, será más eficiente y resolverá mejor nuestras necesidades. En las escuelas los niños no necesitarán las enormes mochilas de hoy, pues en el dispositivo cargarán sus libros y cuadernos, y la conectividad transformará la enseñanza y el aprendizaje. Esos niños son homo sapiens digital, a diferencia de nosotros, los viejos analógicos, que nos resistimos al cambio. El libro digital es el futuro. Para algunos, quiero estar entre ellos, ya es el presente.




lunes, 23 de septiembre de 2013

Adiós, Álvaro Mútis

Supe de él en mi adolescencia, gracias a un programa de TV como ya no hay: Encuentros, aquél que también condujo otro intelectual singular -guionista de cine y TV- Álvaro Gálvez y Fuentes, donde pudimos ver, conocer y escuchar a los mejores escritores del Boom, en los años setenta. 
Muchos años después me enteré de que con su voz daba vida al narrador de una serie fascinante: Los intocables, una voz fuerte y clara, muy a tono con el tema de bandidos y ladrones en la época de la prohibición del alcohol en USA.

Amigo de Gabriel García Márquez

Su amigo Gabriel García Márquez le dedicó El General en su laberinto: "Para Álvaro Mutis-dice- que me regaló la idea de escribir este libro". Álvaro era el primer lector de los manuscritos del Nobel. Los unió el oficio y una larguísima y estrecha amistad.

Leer sus libros


Del diario del Gaviero, me robo un fragmento y lo dejo aquí. Narrador, ensayista, poeta de cultura universal, navegante de ilusiones y sueños, encarcelado en México por asuntos menores, escribió: "Todo lo que digamos sobre la muerte, todo lo que se quiera bordar alrededor del tema, no deja de ser una labor estéril, por entero inútil. ¿No valdría más callar para siempre y esperar? No se lo pidas a los hombres. En el fondo deben necesitar la parca, tal vez pertenezcan exclusivamente a sus dominios".


Ahora es buen momento para rendir un homenaje y leerlo. Estos libros de narrativa son espléndidos:

La mansión de Araucaíma, 1973. La nieve del Almirante, 1986. Ilona llega con la lluvia, 1988. Un bel morir, 1989. La última escala del Tramp Steamer, 1989. La muerte del estratega, 1990. Amirbar, 1990. Abdul Bashur, soñador de navíos, 1991. Tríptico de mar y tierra, 1993.

Pero sobre todo, busca Caravansary y disfruta de su prosa poética. Es inigualable.











jueves, 1 de agosto de 2013

Canon íntimo de lectura


Guillermo Lavín 


Es la fatalidad. Cuanto más pasa el tiempo, más me agobia, pues sé que cuento con menos. Imagina que disfrutas beber los mejores vinos, que tienes un sótano lleno de caldos excelentes, maduros, pero cada día puedes beber sólo cierta cantidad. Así son los libros. Son los clásicos que me miran, pendientes, anhelantes, desde sus anaqueles, son los libros de algunos autores contemporáneos que admiro y busco, pero que publican –y son tantos– sin cesar. Son autores que descubro a menudo por culpa de otros autores que los mencionan y ahí voy, a ver de qué se trata, y algunos me sorprenden, se añaden a la lista de libros pendientes de lectura. Y el tiempo, como el titán Cronos, desde los Campos Elíseos, me vigila y se ríe de mí, a sabiendas de que no podré con la tarea.

Borges declaró una vez que seguía jugando a no ser ciego, "sigo comprando libros –dijo–, yo sigo llenando mi casa de libros”. Me ocurre lo mismo. No por la ceguera, toco madera, sino por el paso perseverante del reloj. Simulo, hago como si tuviera todo el tiempo del mundo, entro a la librería y compro. En estos días la tentación se agudiza. Ahora, con mi ereader entro en Amazon, en Bajalibros –fabulosas librerías en línea– y descargo a mejor precio ejemplares compuestos de bits. Así que he intentado resolver el dilema: instituí mi canon de lectura. Sin embargo, como es tanto lo que quisiera leer y tan tortuoso eliminar mis deseos, opté por lo contrario.

Definí lo que nunca habré de leer

No quiero leer a los clásicos que leí en la adolescencia, aunque ya los haya olvidado, tampoco me acercaré, de los clásicos, a los libros que fueron menos afortunados; dejo en el camino a los poetas modernistas y a los románticos –quizá me permita a William Blake alguna vez–.

Haré ostentoso mutis ante esos libros recientes, que están para dar pena, de hombres lobo, zombis y vampiros, y me negaré a los folletines de Star Trek y similares; hago constar que no me interesa el millón de libros mal editados con portadas afectadas, pueblerinas y espantosas, mucho menos el Bestseller que se apila junto a las puertas de almacenes y librerías, ni libros religiosos que pretenden hacer de mí un fiel, aunque quizá alguna vez, pero no para impregnarme de fe, que respeto, pero no comparto, sino como parte de la cultura en que estoy inmerso, quiero decir, porque humanizan, cuando se leen con inteligencia y ética, con el corazón y la mente abierta.

Nada de tratados que adulen a los poderosos, ni manuales para ser feliz. Por supuesto eso incluye A Todos los Paulos Coelho del Mundo, no quiero perder mi tiempo en libros de mujeres que odian a los hombres ni viceversa, alejaré de mí los que justifican las políticas de cualquier gobierno, pues está visto que a la larga escapa el rabo pelado de rata bajo la muralla que los oculta; a los escritores bien aceitados que alaban a los corruptos en biografías autorizadas o no; los informes de gobierno se quedarán en el olvido –a menos que sea para criticarlos o cuando necesite un dato para escribir algo–, no leeré artículos de columnistas que encubren la oscura realidad, que mienten y se disfrazan de corderos-intelectuales, ni quiero leer a sesudos expertos en futbol; vaya, ni siquiera los Kamasutras disfrazados de seudoerotismo que ahora inundan de sombras grises las librerías.

Pero no acabo aún: me restan otros libros que no leeré. No escogeré lecturas en función de la vida escandalosa de los autores. Nada de pirámides y ojos ocultos tras un compás medieval, libros de magia blanca, negra, amarilla o azul. No quiero leer poesía provinciana, novelas costumbristas, recetarios de cocina llenos de magia seductora tanto para el sexo como para hacer maravillas con la reducción instantánea de peso, tampoco quiero leer manuales de hágalo usted mismo, que para eso están los que saben hacerlo mejor que el neófito, o sea yo, ni páginas web o blogs de gente que no tiene la decencia de revisar la ortografía, ya no digas con el corrector del office, ni siquiera con el de Google.

Me gustan los comics

O cuentos, como los nombrábamos de niños. Leí muchísimos y aguardaba el domingo porque mi padre ponía un peso en mi mano y otro peso en la de mi hermano mayor, entonces nos poníamos de acuerdo qué cuento compras tú y cual yo, para no repetir gustos y duplicar los beneficios, luego los guardábamos en una caja de cartón, bajo el trinchador del comedor, con tan mala pata que un ciclón inundó ese lugar y dejó caja y cuentos como sopa en plato de cartón. Ya no los leo, los últimos que leí maravillado fueron los de Calvin y Hobbes, de Mafalda y de Asterix. Ya no me atraen como antes, que me hacían reír, según cuentan mis padres, con carcajadas descaradas, fuertes y contagiosas. Sólo que surja uno que recupere el esplendor magnífico que me divertía, modificaré este fragmento del canon.

Dice Enrique Serna[i]: "Los libros de autoayuda… han usurpado el lugar de la filosofía, porque la mayoría de los filósofos importantes, salvo raras y valiosas excepciones, ya no aspiran siquiera a entablar un diálogo inteligente con el hombre común". Ignoro si usurpan el lugar de la filosofía, me parece, eso sí, que han acotado a los sicólogos, pues en lugar de pagar semanalmente una buena suma al dueño del diván, el acongojado y el emproblemado compran el libro o lo piden prestado y buscan en sus páginas la respuesta a los dolores y penas con que la sociedad los apabulla.

En fin, me niego a las novelas que se pasan de simples y que trastocaron la idea clara y precisa de que lo malo es malo, para seducir a los niños y adolescentes con que ser vampiro, hombre lobo, bruja, zombi y asesino circunstancial no es malo sino lo contrario y hasta deseable. Tiene razón Perez Reverte. [ii]

¿Qué quiero?

Primero, que no me digan que los Coelhos son trascendentes, cuando no son más que divulgadores de lugares comunes, cosa que tengo bien clara porque a diario transitan sus dichos en el facebook, como si fuera la voz de Dios aterrizada en la tierra para salvarnos de nuestras penas y pesares. Supongo que Coelho es buen autor para quien no gusta o no quiere sufrir con libros que entrañan dificultad, para el que escoge leer a Dan Brown y esquiva a Coetzee, para el que busca ideas sueltas que fragüen sus sentimientos y opiniones, que quiere soluciones facilonas y rápidas a sus destrozadas vidas emocionales. Seguro será la solución, aunque sea momentánea, a sus vidas devastadas.

Pero no es mi caso. Busco frases perfectas, redonditas, como diría Juan José Amador, el poeta mexicano que murió ante de tiempo, frases que impactan y reverberan por su construcción, por la profundidad de una idea, por la belleza de su hechura. Por más que le busques, en los novedosos libros de vampiritos guapos y bondadosos nunca se encuentran frases así, ni deslumbran al menos con una miserable metáfora. Busco asuntos, temas, historias originales, finales sorprendentes, buen uso del lenguaje, innovación, mirada perspicaz, tratamiento inteligente de las emociones y los sentidos. Quiero profundidad en la reflexión, en el ensayo, en las emociones.

Pero conste que no estoy en contra

Félix de Azúa escribió con cierto tono sarcástico, algo que me parece extraordinariamente acertado: “Entre 1960 y 1980 la editorial Gallimard vendió dos millones y medio de ejemplares de los ensayos de Sartre, un disparate tan grande como los millones de ejemplares de El código Da Vinci, aunque menos entretenido”[iii].  Coincido en que Sarte es aburrido, tanto como Lacan, Baudrillar, Foucault, Poulantzas y similares. También creo que el libro de Dan Brown es mucho más entretenido, pero estoy en desacuerdo con eso de que las ventas del Código sean un disparate. 

Mi argumento en sencillo: para que existan médicos especialistas, se necesitan los médicos de barrio –médico familiar, le dicen en el IMSS–, los que atienden la gripe y el pus en el brazo. ¿Acaso vas al oncólogo cada vez que sientes un dolor de estómago? Igual es con todo: hay ingenieros y albañiles, investigadores con doctorado en educación y humildes maestros de rancho, abogados de alcurnia y tinterillos, analfabetas y doctorados, humildes y fanfarrones, ladrones de cuello blanco y asaltantes con cuchillo. Siempre fue así. Hay sicólogos y coelhos. Puedo escoger entre Crepúsculo, de Stephenie Meyer, y La feria de las tinieblas, de Ray Bradbury. En la literatura hay innovadores, hay repetidores y hay facilones que procuran no usar más de doscientas palabras diferentes, y son muy útiles para quien no sabe otras. No es asunto de falsa indulgencia, es que cada quien usa su tiempo como le place. Dice Vargas Llosa que hay novelas de sofá y de tumbona[iv]. Así es la historia de la literatura, unos pocos prefieren el sofá; muchos, muchísimos, la tumbona.

No intento adonizar mis gustos, pero creo que aburrirse es desperdiciar la vida. Cada instante de tedio, cada minuto dormido de más y cada película mediocre que veo, cada conversación insulsa, es un desperdicio de vida. ¡Como si pudiéramos reponerla comprando días con PayPal! Por eso digo que esos libros, que son los más, no los leeré, pues me aburren, se repiten incesantemente, nunca ofrecen una imagen novedosa o un giro de lenguaje: nacieron esclerotizados. Y aunque respeto a quienes disfrutan con la levedad que ofrecen –o los necesitan para aliviar sus vidas– y a quienes los recomiendan en el Facebook, no pienso darles mi tiempo.

Esto, por supuesto, a usted le importa menos que una colilla pisoteada en la banqueta, pero es la única vida que tengo y la voy a gastar como a mí me gusta. Ahora mismo me paso al sofá, donde El Cuaderno Gris de Josep Plá me mira y desespera.

lunes, 22 de julio de 2013

Somos los asimilados


Hasta hace poco me horrorizaba enterarme de la existencia de algún siniestro pederasta suelto en las calles, de un muchacho delirante que entraba a una escuela a disparar a niños inocentes (decíamos entonces que eso sólo ocurría en USA, debido al excesivo consumo de drogas y a la desatención de los padres a los hijos, pero jamás en México, cómo, si acá las madres de familia siempre estaban con sus hijos y el consumo de drogas era insignificante), del ocasional asalto bancario, del borracho que golpeaba a la esposa frente a los hijos y del aterrador mochaorejas.

Me siento extraño. Ya no me sorprenden ni me estremecen las noticias. Empiezo a tener la tener la piel callosa, insensible. Temo perder la capacidad de asombro ante las cosas que vemos y escuchamos cada día, cada hora. Nos enteramos de negocios que pagan impuestos a los criminales, de docenas de ejecuciones cada semana, de cuerpos colgando en puentes, de torsos y cabezas separadas, de torvos sujetos que cocinan en ácido a sus enemigos, de secuestros donde la familia paga al secuestrador y aun así asesinan al secuestrado.

La inseguridad está en cada calle, en vecinos de apariencia fiable, en los empresarios que lavan dinero y los políticos sobornables, en las calles vacías, en las noches, en las balaceras nocturnas, en las granadas que lanzan adentro de los bancos donde el empleado va a cobrar su quincena, en la mirada lasciva de tres o cuatro sujetos que transitan abordo de una camioneta de doble cabina, en los asaltos en las carreteras, en la colonia descoyuntada y mal pavimentada, en el fraccionamiento de ricos donde estallan coches bomba, en el joven ambicioso que desea riqueza pronta y exenta de castigo, en la guapa muchacha que quiere una vida intensa, aunque resulte breve: son tantos los que se alinearon con la maldad, que parecemos una sociedad tullida.


¿Realidad alternativa?

Esta realidad, que parece alterna, producto de una imaginación enferma, no la veo en los periódicos ni en los noticieros de radio y televisión. Todos los días comparo lo que nos dicen los medios de comunicación con lo que cuentan en la oscuridad del comprensible anonimato los twitteros y los blogueros. Leo en los periódico y veo en la TV la importancia que le dan y el revuelo que se arma porque un comentarista declaró ante las cámaras que es adicto a las drogas y homosexual, como si nos importaran un centavo sus asuntos personales (antes, lo personal era íntimo; ahora, un espectáculo comerciable), que una tal Kardashian parió o que un empleado sexagenario chocó su auto en una esquina del centro de Ankara. El silencio oficial, la minimización, el juego con las cifras y el ocultamiento no es más que una articulada forma de engaño. Una forma peligrosa para los de a pie. Cada día pierdo un gramo más de confianza en los medios de información, aunque debo aclarar que muy poca les he dado desde que comprendí que sólo reflejan intereses políticos y económicos, y eso fue cuando estudiaba la preparatoria.

El cinismo de los políticos, la inconsciencia y corrupción de los medios de información, los patanes e irrespetuosos que deambulan en las calles me vuelve el mejor de los escépticos. Me asusta, no sólo la incapacidad de los gobernantes para garantizar mínimos de seguridad, que ya es lugar común, sino la incapacidad, la dejadez, el desinterés del ciudadano común que más que conformista parece un asimilado a la nueva realidad, un ente que dejó de pensar, como se deja en el cesto de basura una camiseta inservible.


Más cruel que la ficción

Me sobresalta la impresión de que nací en lugar equivocado o de que durante la noche la realidad se confundió con las peores pesadillas. Hace años que los escritores de ciencia ficción escriben sobre universos paralelos o alternativos. ¿Se habrán cruzado en nuestro tiempo otro espacio y otra realidad? Me pregunto si escribir sobre esta barbarie será escribir novela histórica o crónica, porque ficción no es, no puede ser un cuento tanta crueldad. ¿Quién puede idear un personaje que trocea a sus enemigos para meterlos en tambos con ácido, pero antes les extrae los dientes para guardarlos en una lata, como si fuera una inocente colección de estampillas de correo, monedas extranjeras o luchadores rígidos de plástico?

El miedo a salir a la calle –aunque los hogares tampoco son seguros–, a viajar, a crear un negocio, a aceptar un trabajo que nos obligue a tener contactos extraños –como los médicos que atienden heridos en los hospitales–, nos van a llevar a una encrucijada: huir o acostumbrarnos. La tercera vía sería participar en el mundo de la política para arrebatarles el poder y usarlo para el bien común. Por desgracia, los espacios de participación política están copados, en su mayor parte, por gente corrupta, cuyo interés personal nada tiene que ver con el interés colectivo. Pareciera que la inseguridad será una constante en nuestra vida, una práctica que nos obligue al aislamiento. Por lo pronto ya nos arrebataron las noches: ni pensar en salir a la calle o a la carretera después de que el sol se oculta tras la sierra.

Quizá la virtualidad nos salve

Dice Zygmunt Bauman que el juego de video Love Plus de Nintendo (consiste en un juego de citas que se lanzó en 2009 sólo para Japón) suministra relaciones humanas y hasta un futuro de aislamiento real, en detrimento de las relaciones reales. Es un juego que da certezas, esas mismas que la realidad real no ofrece. ¿Se acerca el día en que trabajaremos en la casa y veremos a nuestros amigos y familiares sólo en la pc? ¿Tendremos novia o esposa virtual diseñada a la medida? La computadora escribirá el libro que leeremos, conforme a nuestros gustos, recopilados a partir de nuestros hábitos registrados en Google, y al humor que carguemos, pues será capaz de leer nuestra mirada y gestos, y catalogar nuestro olor, para observar y aprovechar el funcionamiento de las hormonas.

Lo bueno de esto es así ya no tendremos que salir a la calle. 

lunes, 15 de abril de 2013


Sabato: El libro que esperamos


Hubo un tiempo en el que sólo leía a Julio Cortázar[i], Jorge Luis Borges[ii], Adolfo Bioy Casares[iii] y Ernesto Sabato[iv]. Quizá exagero, pude haber leído también a otros, pues en esos días Faulkner me guiñaba el ojo, pero leer a esos cuatro eran una fascinación constante, un descubrimiento maravilloso. También se colaba Mario Benedetti, el uruguayo de versos inusitadamente cotidianos que, aunque pasen los años, persisten frescos, sencillos y profundos: lo descubrí en los años setenta y lo redescubro con cada nueva lectura. Pero él es otra historia, para otro día.

De aquellos cuatro escritores, en abril de 2011 sólo quedaba uno vivo, pero era como tener un pilar sólido sosteniendo el edificio de la creación de américa latina. A pesar de su edad (faltaron unos días para completar los cien años de vida), sospechaba que en algún momento Sabato nos sorprendería con el tomo cuarto de su larga novela, publicada en tres momentos: El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abbadón, el exterminador (1974). Tres libros en apariencia separados, pero intrínsecamente ligados. Y, en esa espera, Ernesto Sábato murió. No habrá una cuarta novela.

Murió una parte, con esos cuatro autores, de la época más grande de la narrativa universal: fantasía descarada y realismo insolente, innovación e ingenio, sorpresa y ajuste de cuentas con la humanidad, melancolía y agudeza, una cultura inmensa en los tiempos previos a Google y a Wikipedia, suma de características de estos geniales escritores a quienes unían la nacionalidad y la época y, a veces, la amistad.

Bioy Casares y Jorge Luis Borges, amigos entrañables, jugaron a escribir al alimón y a conjuntar antologías, conversaron en tardes sin fin, mientras quizá no tan secretamente Bioy admiraba al ciego que veía la realidad como nadie y se burlaba con indudable ingenio de la estulticia que nos rodea, de las mentes cerradas y obtusas de esos que suelen leer libros y escuchar opiniones amparados en ideologías encallecidas y absolutistas. También escribía un diario donde registraba sus “brevedades”: reflexiones, opiniones, comentarios, quizá sueños y algunos diálogos casuales, por decir poco. Ignoro si Borges lo sabía, lo intuía o si era cómplice, pero no importa pues igual se habría reído, con la barbilla cerca del bastón donde solía reposar sus manos, de saberse mencionado al menos cien veces en el libro de su amigo entrañable.  El libro se llama Descanso de caminantes. Apenas 512 páginas publicadas de las más de 20,000 que tiene su diario personal.

Yo tendría unos veintisiete años de edad, cuando leí las tres novelas de Sabato, una tras otra, en los años ochenta.  Fueron una novedad sólo para mí, pues ya eran libros famosos y reconocido el autor. Es curioso, el Nobel José Saramago confiesa haber descubierto tarde a Sabato, cuenta que tendría entonces unos veintiséis años cuando un amigo le acercó El Túnel. Algo parecido me ocurrió. Asistía a dos talleres literarios: uno, de cuento, coordinado por Guillermo Samperio; otro, de poesía, por Héctor Carreto. Héctor me consiguió en el DF –en aquellos días era milagroso conseguir buenos libros en Ciudad Victoria– Historias fantásticas, de Bioy Casares, editado por Emecé, una colección de catorce cuentos que me abrió los ojos a otra manera de escribir fantasía, no se trataba de los cuentos de Ciencia Ficción anglosajona a que estaba acostumbrado, ni a la fantasía de espadas y dragones que luego se puso de moda. Emparentaba, quizá, con aquella serie de TV que había visto de niño durante mis vacaciones de verano en el DF: La dimensión desconocida, que por cierto recuperé la Navidad pasada, gracias a mi hijo Guillermo, que buscó la serie y me la obsequió, pues recordaba en su niñez que yo la mencionaba como un hito de la imaginación. De Borges a Bioy, luego a Cortázar y finalmente a Sabato, gracias a Samperio y a Carreto.

Antes de los libros de Bioy había conseguido la Prosa Completa, de Borges, en dos rústicos tomos; con el mismo entusiasmo de un niño suelto en una juguetería días antes de Navidad, me sumergí en las librerías Gandhi, El Sótano y El Parnaso (aquella librería con acento parisino, donde buscabas el libro y lo leías en la cafetería, bebiendo un Capuchino, sentado a la mesa metálica en la plaza de Coyoacán, que fue burdamente presionada a cerrar por las autoridades de la delegación, para ser sustituida por una marisquería), hasta comprar todo lo que ofertaran de esos cuatro autores. Por cierto, intenté ahora leer de nuevo las Obras de Borges, pero me dio miedo que se desencuadernaran. Espero que pronto salgan a la venta en formato digital.

Borges y Bioy fueron grandes amigos; Borges y Sabato vivieron dos décadas de enemistad, producto de diferencias políticas: Borges, el aristócrata; Sabato, el izquierdista. En el verano del 75 la revista argentina Gente los reunió. Los diálogos resultantes se publicaron, las asperezas se lijaron, y si bien la amistad original no se recuperó a plenitud, al menos pudieron reconsiderar sus diferencias personales y darse un abrazo. Sobre héroes y Tumbas[v] (1961) contiene un capítulo, Informe sobre ciegos, que habla de una conspiración diabólica, milenaria, a cargo de la Secta Sagrada de los Ciegos, la cual manipula los hilos que gobiernan al mundo y a los hombres. Sabiendo que entre ambos había existido aquel pleito, imaginé que ese capítulo fue escrito por Ernesto para burlarse literariamente del ciego fenomenal, a quien la genética le jugó muy duro con una paradoja espantosa: en 1955, cuando apenas lo habían nombrado Director de la Biblioteca Nacional, la oftalmología le diagnosticó una fatal y casi absoluta ceguera. Decía Borges que imaginaba al paraíso como un sitio donde uno está rodeado de libros. Ese paraíso fue suyo en vida, pero ya no podía leer.

El treinta de abril se cumplen dos años de la muerte de Ernesto Sabato. Dejó un hueco inmenso en Argentina, pero también en los hombres que aman la paz y la justicia, pues no sólo nos heredó su obra literaria, también nos legó su visión, profundamente inquisitiva y humana. Sabato es grande, inmensamente más grande que la masa corporal que lo contenía. Con Sabato se murió una forma de pensar y de ser: fue un hombre que dejó en suspenso la creación literaria, para dedicarse a las letras de la dignidad, no sólo porque reflexionó en muchos ensayos sobre el destino del hombre y de la ciencia, sino porque en la reconstrucción de su país, maltratado por la represión militarista, tuvo un papel fundamental: “presidió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, CONADEP, una comisión encargada de investigar las violaciones a los derechos humanos ocurridos en la Argentina entre 1976 y 1983 a manos del Proceso de Reorganización Nacional. Esa investigación y posterior informe fueron plasmados en el sobrecogedor libro Nunca Más, en el que se recogen los testimonios de las desapariciones, torturas y muertes de personas durante la dictadura militar”[vi].

Cuando falleció escribí unas líneas a mano y de prisa en mi libreta, me pregunté en ellas si habrá en el futuro de México alguien que investigue y saque a la luz tanta infamia y crueldad que vivimos en estos años, si tendremos una comisión similar a la que presidió el escritor argentino, que ponga en el merecidísimo Primer Lugar de la Ignominia a los políticos, empresarios y demás empoderados que, por acción u omisión, provocaron, auspiciaron y encubrieron tanto sufrimiento, tanta muerte, tanta miseria humana. Alguien que narre para la Historia el dolor de las madres, esposas e hijos que perdieron a su gente –y siguen perdiéndola–, como los emigrantes que son bajados de los autobuses y desaparecen sin dejar rastro, tanto inocente secuestrado, asesinado, asaltado, despojado de su dignidad y su vida, tanta maldita impunidad. La historia debe ponerlos en evidencia. Quizá sus descendientes sean humildes ante la arrogancia y avaricia de sus antepasados.

Los años pasan y la violencia contra los inocentes continúa, el terror es un polvo que cubre cada día nuestras vidas, que penetra en las casas por debajo de la puerta, que nos impide respirar. Sé, porque la historia enseña que nada es eterno, que un día llegará en que podamos volver a salir a la calle sin miedo a que nos secuestren, nos maten, nos violen. Ese día habrá que buscar la manera de que nuestros hijos y nietos sepan lo que ocurrió y hagan lo imposible para que no se repita. Esa es la historia mexicana que necesitará su propio Ernesto Sabato.





[i] Julio Florencio Cortázar Descotte (Ixelles, 26 de agosto de 1914 – París12 de febrero de 1984)
[ii] Jorge Francisco Isidoro Luis Borges (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899–Ginebra, 14 de junio de 1986) 
[iii] Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, Argentina; 15 de septiembre de 1914 – ibídem, 8 de marzo de 1999)
[iv] Ernesto Sabato (Sábato)2 (Rojas, 24 de junio de 1911 - Santos Lugares, 30 de abril de 2011)
[v] El periódico español El Mundo enlistó las cien mejores novelas publicadas en español durante el siglo XX, en el proyecto editorial Millenium. Elaboraron la lista con base en opiniones de críticos y de 20,000 lectores de dicho periódico. http://es.wikipedia.org/wiki/Sobre_h%C3%A9roes_y_tumbas
[vi] http://es.wikipedia.org/wiki/Ernesto_Sabato#cite_note-Cervantes-26

jueves, 21 de febrero de 2013

La reja y las intolerancias


Tocan a la reja. Desde el estudio, abro con cuidado una hoja de la persiana y asomo un ojo. Pretendo ver sin que me vean. Afuera, en la banqueta, un hombre joven y encorbatado, junto a una mujer enjuta, aguardan. A su lado, un niño apunta con el dedo a mi ventana. Me han sorprendido, me siento culpable del horrible delito de ocultarme. Ahora estoy obligado a responder al llamado de esas personas, a pesar de que intuyo quiénes son: indudablemente vienen a convencerme de que mi salvación está en la religión que representan. O venden algo. Sé que no piden caridad, porque visten bien. Es igual, no quiero perder el poco tiempo que tengo libre.
Hoy es de esos días en que uno no sabe si va o viene. Inició mal. Mucho antes del amanecer, el sueño se extravió en algún vericueto emocional o en un sueño ansioso. Pasé dos horas intentando reconciliarme con él, pero sólo conseguí un dolor de cabeza latente, sordo. Además, estoy presionado: me urge escribir un artículo para mi blog. Durante una semana pensé en escribir en torno a la personalidad y el estilo de Ray Bradbury, admirado y fallecido Bradbury, pero al momento de sentarme y mirar de frente al monitor, lo único que deseo es tirar el teclado al suelo y echarme sobre la cama para dormir sin tregua.
Abandono la silla y me encamino a la recámara. Busco en el buró, revuelvo papeles inútiles, tarjetas de crédito vencidas, recetas antiguas para la gripe y facturas envejecidas. Aparece un encendedor de utilidad nebulosa, pues dejé de fumar hace unos veinte años. Permanece allí desde una vez que fuimos a descansar un fin de semana a San Carlos y tronamos cohetes con los niños. Ahora ni estando loco iría a San Carlos y menos a tronar cohetes. A como está la violencia, de seguro ya no regreso a la casa. Al fondo del cajón reconozco el empaque de aspirinas. Respiro con alivio: aún quedan dos pastillas. Me entra el prurito de la salud y reviso la fecha de caducidad: está borrosa, casi ha desaparecido, como si hubieran mojado la cajita. En la cocina, ayudado con agua, trago las pastillas, mientras recuerdo historias de envenenamientos por ingerir medicinas en mal estado. Creo que será mejor preparar un café y encender el equipo de sonido. Hace un momento imaginé que algo de música podría colaborar para animarme.
Vuelvo al estudio con la sensación de que todo saldrá mejor y con una taza de café caliente en la mano. Reconozco que perdí algo de tiempo, pero es domingo y la familia se levanta tarde. Sé que, en cuanto esto ocurra, la televisión y la bulla del aseo inundarán los pasillos de la casa, el timbre del teléfono y de la puerta me van a distraer aún más. Pero aún dispongo de tiempo.
Empiezo la primera página. Algo me ocurrió. Sentí como si despertara del letargo y las ideas fluyeran en el orden habitual del río. Exhalo satisfecho, concentrado, con la seguridad de haber entrado en ese estado de gracia nunca pensé que diría esto que llaman inspiración. Y arremeto contra el teclado. Sé que el tiempo se acorta, que en unos minutos, treinta o cuarenta a lo más, las dificultades caerán sobre mí como una lluvia pertinaz.
Entonces fue que sonó la reja de la calle, provocándome un calambre en el estómago. Mientras llego a la puerta, desarreglo la cara para que se note, claramente, que no tengo tiempo de atenderlos. Ya pesa el calor, aunque no tanto como el que vendrá en mayo. No sé cómo logra esta gente aguantar el ardiente sol mientras recorren las calles, casa por casa, en los días de verano. Yo no podría. Imagino que los mueve la necesidad profunda y el convencimiento de que en sus manos está el salvar a la humanidad, que ellos son los buenos en lucha eterna contra el mal.
Me detengo y saludo serio, pero respetuoso. Decido que debo mantener la puerta cerrada, pues así sentirán el rechazo y acortaremos la visita. La mujer, tal como lo predije, desmigaja una larga y sinuosa vereda de argumentos en torno a la Biblia, la salvación, la vida eterna, las maldades del diablo que se nos mete en el cuerpo y se apodera del pensamiento sin que podamos evitarlo, porque en nuestro interior hay un vacío. Me asegura que si lleno ese vacío con la presencia divina, los demonios me abandonarán. Me irrita que dé por un hecho mi demoníaca posesión. ¿Tendré el diablo pintado en la cara? Por un momento me siento tentado a debatir, por el sólo gusto de polemizar. Pero el tiempo se pierde. Me limito a levantar una mano y le digo que me perdone, pero en esta ocasión no me es posible atenderla. Tengo trabajo. Ella insiste: asegura que en poco de tiempo ganaré la salvación de mi alma. En varias ocasiones señala que quienes no siguen los preceptos bíblicos ya fueron conquistados por satanás. Por eso, ellos, los que ya se salvaron, tienen la obligación ir a convencer a las ovejas negras, adoctrinarlas para salvar sus almas perdidas. Me siento agredido. Pienso: ¿quién le da derecho a esta mujer para venir a mi casa a ofenderme? Me dice que soy la maldad pura, si no voy a las pláticas que sus líderes ofrecen en una casa, cerca de aquí; que soy malo y estoy perdido para siempre si no creo en lo que ella cree. Además quiere que le compre unas revistas, que no me provocan el más mínimo interés. Religión y comercio. Pienso en Jesús, el Cristo, echando a patadas a los mercaderes.
Miro el reloj. Con angustia, advierto que el tiempo se termina. Sé que ha llegado el momento de lanzarme a fondo, así que expreso lo primero que se me ocurre, con tal de deshacerme de esta mujer que me agobia con su verborrea sin freno. Le digo que está bien, que lo que dice me interesa y que me gustaría debatir con su pastor, o como quiera que llamen al jefe espiritual de su congregación, siempre que acepten, a su vez, asistir a una reunión con mis amigos. Le advierto que son irreverentes, sacrílegos y medio herejes ­­mal hablados y cuentan chistes verdes, además, y que los sábados en la noche acostumbramos sacrificar un delicioso cabrito en salsa roja en honor del relajo; y para complacer al dios Baco destapamos vinos chilenos, que son buenos y baratos. Los ojos de la mujer se abren, desmesurados y retrocede un paso. De inmediato me arrepiento de la broma, pero no me queda más remedio que continuar, si quiero que me deje en paz. El Sabath le digo, con una sonrisa que quisiera ser juguetona, sabe lo que es eso, ¿verdad? Ella cubre con su cuerpo al niño, quien ladea la cabeza y me mira con curiosidad. Dice que sí, que con gusto remitirá a su congregación mi propuesta. Luego se van, apresurados, volviendo la cabeza una y otra vez, cuchicheando.
Doy la vuelta y entro a la casa. Escucho la voz de mi esposa, que me llama a desayunar. Tiene hambre. Mi hijo ya encendió la televisión y el juego de video aturde con el volumen dispuesto para destapar oídos a los sordos. Le pido que le baje, por favor. Si ella hubiera escuchado lo que dije de pie, ante la reja, insistiría en reprocharme: No bromees, mucha gente no entiende tu sentido del humor suele decirme. Un día te vas a llevar un susto. Imagino que la mujer regresa en la noche con una muchedumbre, armados de palos y fuego, para quemarme atado a un poste.
El tiempo se agotó. Difícilmente podré escribir este día.
Mientras saco el tetrapak con leche del refrigerador, pienso en la mujer que corrí con argucias, en su rostro asustado y en la prisa que le acometió. Creo que no volverá por aquí. Es verdad lo que dice la sabiduría popular: mientras más viejo, más intolerante.
Camino por la cocina, atravieso el pasillo, entro en el estudio, miro la luz brillante del monitor. Descanso la cabeza entre las manos mientras me pregunto: ¿Por qué carajos me sentiré culpable?