jueves, 1 de agosto de 2013

Canon íntimo de lectura


Guillermo Lavín 


Es la fatalidad. Cuanto más pasa el tiempo, más me agobia, pues sé que cuento con menos. Imagina que disfrutas beber los mejores vinos, que tienes un sótano lleno de caldos excelentes, maduros, pero cada día puedes beber sólo cierta cantidad. Así son los libros. Son los clásicos que me miran, pendientes, anhelantes, desde sus anaqueles, son los libros de algunos autores contemporáneos que admiro y busco, pero que publican –y son tantos– sin cesar. Son autores que descubro a menudo por culpa de otros autores que los mencionan y ahí voy, a ver de qué se trata, y algunos me sorprenden, se añaden a la lista de libros pendientes de lectura. Y el tiempo, como el titán Cronos, desde los Campos Elíseos, me vigila y se ríe de mí, a sabiendas de que no podré con la tarea.

Borges declaró una vez que seguía jugando a no ser ciego, "sigo comprando libros –dijo–, yo sigo llenando mi casa de libros”. Me ocurre lo mismo. No por la ceguera, toco madera, sino por el paso perseverante del reloj. Simulo, hago como si tuviera todo el tiempo del mundo, entro a la librería y compro. En estos días la tentación se agudiza. Ahora, con mi ereader entro en Amazon, en Bajalibros –fabulosas librerías en línea– y descargo a mejor precio ejemplares compuestos de bits. Así que he intentado resolver el dilema: instituí mi canon de lectura. Sin embargo, como es tanto lo que quisiera leer y tan tortuoso eliminar mis deseos, opté por lo contrario.

Definí lo que nunca habré de leer

No quiero leer a los clásicos que leí en la adolescencia, aunque ya los haya olvidado, tampoco me acercaré, de los clásicos, a los libros que fueron menos afortunados; dejo en el camino a los poetas modernistas y a los románticos –quizá me permita a William Blake alguna vez–.

Haré ostentoso mutis ante esos libros recientes, que están para dar pena, de hombres lobo, zombis y vampiros, y me negaré a los folletines de Star Trek y similares; hago constar que no me interesa el millón de libros mal editados con portadas afectadas, pueblerinas y espantosas, mucho menos el Bestseller que se apila junto a las puertas de almacenes y librerías, ni libros religiosos que pretenden hacer de mí un fiel, aunque quizá alguna vez, pero no para impregnarme de fe, que respeto, pero no comparto, sino como parte de la cultura en que estoy inmerso, quiero decir, porque humanizan, cuando se leen con inteligencia y ética, con el corazón y la mente abierta.

Nada de tratados que adulen a los poderosos, ni manuales para ser feliz. Por supuesto eso incluye A Todos los Paulos Coelho del Mundo, no quiero perder mi tiempo en libros de mujeres que odian a los hombres ni viceversa, alejaré de mí los que justifican las políticas de cualquier gobierno, pues está visto que a la larga escapa el rabo pelado de rata bajo la muralla que los oculta; a los escritores bien aceitados que alaban a los corruptos en biografías autorizadas o no; los informes de gobierno se quedarán en el olvido –a menos que sea para criticarlos o cuando necesite un dato para escribir algo–, no leeré artículos de columnistas que encubren la oscura realidad, que mienten y se disfrazan de corderos-intelectuales, ni quiero leer a sesudos expertos en futbol; vaya, ni siquiera los Kamasutras disfrazados de seudoerotismo que ahora inundan de sombras grises las librerías.

Pero no acabo aún: me restan otros libros que no leeré. No escogeré lecturas en función de la vida escandalosa de los autores. Nada de pirámides y ojos ocultos tras un compás medieval, libros de magia blanca, negra, amarilla o azul. No quiero leer poesía provinciana, novelas costumbristas, recetarios de cocina llenos de magia seductora tanto para el sexo como para hacer maravillas con la reducción instantánea de peso, tampoco quiero leer manuales de hágalo usted mismo, que para eso están los que saben hacerlo mejor que el neófito, o sea yo, ni páginas web o blogs de gente que no tiene la decencia de revisar la ortografía, ya no digas con el corrector del office, ni siquiera con el de Google.

Me gustan los comics

O cuentos, como los nombrábamos de niños. Leí muchísimos y aguardaba el domingo porque mi padre ponía un peso en mi mano y otro peso en la de mi hermano mayor, entonces nos poníamos de acuerdo qué cuento compras tú y cual yo, para no repetir gustos y duplicar los beneficios, luego los guardábamos en una caja de cartón, bajo el trinchador del comedor, con tan mala pata que un ciclón inundó ese lugar y dejó caja y cuentos como sopa en plato de cartón. Ya no los leo, los últimos que leí maravillado fueron los de Calvin y Hobbes, de Mafalda y de Asterix. Ya no me atraen como antes, que me hacían reír, según cuentan mis padres, con carcajadas descaradas, fuertes y contagiosas. Sólo que surja uno que recupere el esplendor magnífico que me divertía, modificaré este fragmento del canon.

Dice Enrique Serna[i]: "Los libros de autoayuda… han usurpado el lugar de la filosofía, porque la mayoría de los filósofos importantes, salvo raras y valiosas excepciones, ya no aspiran siquiera a entablar un diálogo inteligente con el hombre común". Ignoro si usurpan el lugar de la filosofía, me parece, eso sí, que han acotado a los sicólogos, pues en lugar de pagar semanalmente una buena suma al dueño del diván, el acongojado y el emproblemado compran el libro o lo piden prestado y buscan en sus páginas la respuesta a los dolores y penas con que la sociedad los apabulla.

En fin, me niego a las novelas que se pasan de simples y que trastocaron la idea clara y precisa de que lo malo es malo, para seducir a los niños y adolescentes con que ser vampiro, hombre lobo, bruja, zombi y asesino circunstancial no es malo sino lo contrario y hasta deseable. Tiene razón Perez Reverte. [ii]

¿Qué quiero?

Primero, que no me digan que los Coelhos son trascendentes, cuando no son más que divulgadores de lugares comunes, cosa que tengo bien clara porque a diario transitan sus dichos en el facebook, como si fuera la voz de Dios aterrizada en la tierra para salvarnos de nuestras penas y pesares. Supongo que Coelho es buen autor para quien no gusta o no quiere sufrir con libros que entrañan dificultad, para el que escoge leer a Dan Brown y esquiva a Coetzee, para el que busca ideas sueltas que fragüen sus sentimientos y opiniones, que quiere soluciones facilonas y rápidas a sus destrozadas vidas emocionales. Seguro será la solución, aunque sea momentánea, a sus vidas devastadas.

Pero no es mi caso. Busco frases perfectas, redonditas, como diría Juan José Amador, el poeta mexicano que murió ante de tiempo, frases que impactan y reverberan por su construcción, por la profundidad de una idea, por la belleza de su hechura. Por más que le busques, en los novedosos libros de vampiritos guapos y bondadosos nunca se encuentran frases así, ni deslumbran al menos con una miserable metáfora. Busco asuntos, temas, historias originales, finales sorprendentes, buen uso del lenguaje, innovación, mirada perspicaz, tratamiento inteligente de las emociones y los sentidos. Quiero profundidad en la reflexión, en el ensayo, en las emociones.

Pero conste que no estoy en contra

Félix de Azúa escribió con cierto tono sarcástico, algo que me parece extraordinariamente acertado: “Entre 1960 y 1980 la editorial Gallimard vendió dos millones y medio de ejemplares de los ensayos de Sartre, un disparate tan grande como los millones de ejemplares de El código Da Vinci, aunque menos entretenido”[iii].  Coincido en que Sarte es aburrido, tanto como Lacan, Baudrillar, Foucault, Poulantzas y similares. También creo que el libro de Dan Brown es mucho más entretenido, pero estoy en desacuerdo con eso de que las ventas del Código sean un disparate. 

Mi argumento en sencillo: para que existan médicos especialistas, se necesitan los médicos de barrio –médico familiar, le dicen en el IMSS–, los que atienden la gripe y el pus en el brazo. ¿Acaso vas al oncólogo cada vez que sientes un dolor de estómago? Igual es con todo: hay ingenieros y albañiles, investigadores con doctorado en educación y humildes maestros de rancho, abogados de alcurnia y tinterillos, analfabetas y doctorados, humildes y fanfarrones, ladrones de cuello blanco y asaltantes con cuchillo. Siempre fue así. Hay sicólogos y coelhos. Puedo escoger entre Crepúsculo, de Stephenie Meyer, y La feria de las tinieblas, de Ray Bradbury. En la literatura hay innovadores, hay repetidores y hay facilones que procuran no usar más de doscientas palabras diferentes, y son muy útiles para quien no sabe otras. No es asunto de falsa indulgencia, es que cada quien usa su tiempo como le place. Dice Vargas Llosa que hay novelas de sofá y de tumbona[iv]. Así es la historia de la literatura, unos pocos prefieren el sofá; muchos, muchísimos, la tumbona.

No intento adonizar mis gustos, pero creo que aburrirse es desperdiciar la vida. Cada instante de tedio, cada minuto dormido de más y cada película mediocre que veo, cada conversación insulsa, es un desperdicio de vida. ¡Como si pudiéramos reponerla comprando días con PayPal! Por eso digo que esos libros, que son los más, no los leeré, pues me aburren, se repiten incesantemente, nunca ofrecen una imagen novedosa o un giro de lenguaje: nacieron esclerotizados. Y aunque respeto a quienes disfrutan con la levedad que ofrecen –o los necesitan para aliviar sus vidas– y a quienes los recomiendan en el Facebook, no pienso darles mi tiempo.

Esto, por supuesto, a usted le importa menos que una colilla pisoteada en la banqueta, pero es la única vida que tengo y la voy a gastar como a mí me gusta. Ahora mismo me paso al sofá, donde El Cuaderno Gris de Josep Plá me mira y desespera.