La reja y las intolerancias
Tocan a la reja. Desde el estudio, abro con cuidado una hoja
de la persiana y asomo un ojo. Pretendo ver sin que me vean. Afuera, en la
banqueta, un hombre joven y encorbatado, junto a una mujer enjuta,
aguardan. A su lado, un niño apunta con el dedo a mi ventana. Me
han sorprendido, me siento culpable del horrible delito de ocultarme. Ahora estoy
obligado a responder al llamado de esas personas, a pesar de que intuyo quiénes
son: indudablemente vienen a convencerme de que mi salvación está en la religión que representan. O venden algo. Sé
que no piden caridad, porque visten bien. Es igual, no quiero perder el poco
tiempo que tengo libre.
Hoy es de esos días en que uno no sabe si va o viene. Inició
mal. Mucho antes del amanecer, el sueño se extravió en algún
vericueto emocional o en un sueño ansioso. Pasé dos horas
intentando reconciliarme con él, pero sólo conseguí un dolor de cabeza latente, sordo. Además,
estoy presionado: me urge escribir un artículo para mi blog. Durante una semana
pensé en escribir en torno a la personalidad y el estilo de Ray
Bradbury, admirado y fallecido Bradbury, pero al momento de sentarme y mirar de
frente al monitor, lo único que deseo es tirar el teclado al
suelo y echarme sobre la cama para dormir sin tregua.
Abandono la silla y me encamino a la recámara.
Busco en el buró, revuelvo papeles inútiles, tarjetas de crédito
vencidas, recetas antiguas para la gripe y facturas envejecidas. Aparece un
encendedor de utilidad nebulosa, pues dejé de fumar hace unos veinte años.
Permanece allí desde una vez que fuimos a descansar un fin de semana a San
Carlos y tronamos cohetes con los niños. Ahora ni estando loco iría
a San Carlos y menos a tronar cohetes. A como está la violencia, de seguro ya no regreso a
la casa. Al fondo del cajón reconozco el empaque de aspirinas.
Respiro con alivio: aún quedan dos pastillas. Me entra el
prurito de la salud y reviso la fecha de caducidad: está borrosa, casi
ha desaparecido, como si hubieran mojado la cajita. En la cocina, ayudado con
agua, trago las pastillas, mientras recuerdo historias de envenenamientos por
ingerir medicinas en mal estado. Creo que será mejor preparar un café
y encender el equipo de sonido. Hace un momento imaginé que algo de música
podría colaborar para animarme.
Vuelvo al estudio con la sensación de que todo
saldrá mejor y con una taza de café caliente en la mano. Reconozco que perdí
algo de tiempo, pero es domingo y la familia se levanta tarde. Sé
que, en cuanto esto ocurra, la televisión y la bulla del aseo inundarán
los pasillos de la casa, el timbre del teléfono y de la puerta me van a distraer aún
más.
Pero aún dispongo de tiempo.
Empiezo la primera página. Algo me ocurrió.
Sentí como si despertara del letargo y las ideas fluyeran en el
orden habitual del río. Exhalo satisfecho, concentrado, con
la seguridad de haber entrado en ese estado de gracia —nunca pensé
que diría esto— que llaman inspiración.
Y arremeto contra el teclado. Sé que el tiempo se acorta, que en unos
minutos, treinta o cuarenta a lo más, las dificultades caerán
sobre mí como una lluvia pertinaz.
Entonces fue que sonó la reja de la calle, provocándome
un calambre en el estómago. Mientras llego a la puerta,
desarreglo la cara para que se note, claramente, que no tengo tiempo de
atenderlos. Ya pesa el calor, aunque no tanto como el que vendrá
en mayo. No sé cómo logra esta gente aguantar el ardiente
sol mientras recorren las calles, casa por casa, en los días
de verano. Yo no podría. Imagino que los mueve la necesidad
profunda y el convencimiento de que en sus manos está el salvar a
la humanidad, que ellos son los buenos en lucha eterna contra el mal.
Me detengo y saludo serio, pero respetuoso. Decido que debo
mantener la puerta cerrada, pues así sentirán el rechazo y acortaremos la visita. La
mujer, tal como lo predije, desmigaja una larga y sinuosa vereda de argumentos
en torno a la Biblia, la salvación, la vida eterna, las maldades del
diablo que se nos mete en el cuerpo y se apodera del pensamiento sin que
podamos evitarlo, porque en nuestro interior hay un vacío. Me asegura
que si lleno ese vacío con la presencia divina, los demonios
me abandonarán. Me irrita que dé por un hecho mi demoníaca
posesión. ¿Tendré el diablo pintado en la cara? Por un
momento me siento tentado a debatir, por el sólo gusto de polemizar. Pero el tiempo se
pierde. Me limito a levantar una mano y le digo que me perdone, pero en esta
ocasión no me es posible atenderla. Tengo trabajo. Ella insiste:
asegura que en poco de tiempo ganaré la salvación de mi alma.
En varias ocasiones señala que quienes no siguen los preceptos
bíblicos
ya fueron conquistados por satanás. Por eso, ellos, los que ya se salvaron,
tienen la obligación ir a convencer a las ovejas negras,
adoctrinarlas para salvar sus almas perdidas. Me siento agredido. Pienso: ¿quién
le da derecho a esta mujer para venir a mi casa a ofenderme? Me dice que soy la
maldad pura, si no voy a las pláticas que sus líderes ofrecen
en una casa, cerca de aquí; que soy malo y estoy perdido para
siempre si no creo en lo que ella cree. Además quiere que le compre unas revistas,
que no me provocan el más mínimo interés. Religión y comercio. Pienso en Jesús,
el Cristo, echando a patadas a los mercaderes.
Miro el reloj. Con angustia, advierto que el tiempo se termina.
Sé
que ha llegado el momento de lanzarme a fondo, así que expreso lo primero que se me
ocurre, con tal de deshacerme de esta mujer que me agobia con su verborrea sin
freno. Le digo que está bien, que lo que dice me interesa y que
me gustaría debatir con su pastor, o como quiera que llamen al jefe
espiritual de su congregación, siempre que acepten, a su vez,
asistir a una reunión con mis amigos. Le advierto que son
irreverentes, sacrílegos y medio herejes —mal
hablados y cuentan chistes verdes, además—, y que los sábados en la
noche acostumbramos sacrificar un delicioso cabrito en salsa roja en honor del relajo;
y para complacer al dios Baco destapamos vinos chilenos, que son buenos y
baratos. Los ojos de la mujer se abren, desmesurados y retrocede un paso. De
inmediato me arrepiento de la broma, pero no me queda más remedio que
continuar, si quiero que me deje en paz. “El Sabath —le digo, con una sonrisa que quisiera
ser juguetona—, sabe lo que es eso, ¿verdad?” Ella cubre con su cuerpo al niño,
quien ladea la cabeza y me mira con curiosidad. Dice que sí,
que con gusto remitirá a su congregación mi
propuesta. Luego se van, apresurados, volviendo la cabeza una y otra vez,
cuchicheando.
Doy la vuelta y entro a la casa. Escucho la voz de mi
esposa, que me llama a desayunar. Tiene hambre. Mi hijo ya encendió
la televisión y el juego de video aturde con el volumen dispuesto para
destapar oídos a los sordos. Le pido que le baje, por favor. Si ella
hubiera escuchado lo que dije de pie, ante la reja, insistiría
en reprocharme: “No bromees, mucha gente no entiende tu sentido del humor –suele
decirme–. Un día te vas a llevar un susto”.
Imagino que la mujer regresa en la noche con una muchedumbre, armados de palos
y fuego, para quemarme atado a un poste.
El tiempo se agotó. Difícilmente podré escribir este
día.
Mientras saco el tetrapak
con leche del refrigerador, pienso en la mujer que corrí con argucias,
en su rostro asustado y en la prisa que le acometió. Creo que no
volverá por aquí. Es verdad lo que dice la sabiduría
popular: mientras más viejo, más intolerante.
Camino por la cocina, atravieso el pasillo, entro en el
estudio, miro la luz brillante del monitor. Descanso la cabeza entre las manos
mientras me pregunto: ¿Por qué carajos me sentiré
culpable?