En la Habana tuve un
breve, pero muy agradable encuentro con él. Estaba de vacaciones en Cuba con Queta, con
mi madre, mi cuñada Luzma y su esposo René. Al entrar al salón del hotel Riviera, donde nos hospedaríamos, para recibir las indicaciones del tour y un par de
mojitos bien cargados de ron, me sorprendió ver a Anabel, una amiga de la
adolescencia. Iba a visitar a Esmiro, a quien conoció en un viaje anterior y se
enamoró de él. Creo que era la quinta vez que iba a verlo. Ambos nos llevaron a
conocer varios lugares, entre ellos el Bar Floridita, ya que tenía ganas de
conocer el famoso embriagadero de Heminguay.
Entramos, nos sentamos
y pedimos un daiquirí para celebrar. Dábamos fin a la bebida cuando Esmiro
señala a la puerta y dice: “Mira quién está ahí, saliendo”. Como no conocía
ninguna fotografía del poeta, sólo un par de sus libros, en particular sus
ensayos, no supe de quién me hablaba. Dos hombres nos daban la espalda en la
puerta.
“Es Roberto Fernández
Retamar" –añadió.
“Carajo –le dije--,
cómo me hubiera gustado saludarlo”.
“Aún es tiempo,
vamos" –respondió Esmiro.
Salimos del bar de
prisa. Era pleno verano, el sol caliente del mediodía atormentaba en la calle.
“Allá va" -dijo
Esmiro, y apuntó con el dedo a dos viejos que caminaban despacio, en plena
conversación, a unos treinta metros de distancia, a la sombra de unos vetustos
edificios.
Los alcanzamos, Esmiro
se dirigió a él con soltura, le explicó que yo era mexicano, que conocía su
trabajo y que deseaba saludarlo. Respondió cordial y alargó su mano hacia mí,
charlamos unos minutos: me dio la impresión de ser un hombre muy amable,
educado y receptivo. Le comenté que escribía y que había fundado una revista
literaria, modesta y provinciana, que sobrevivía a duras penas. Se entusiasmó.
Me preguntó por ella y si podría ir a Casa de las Américas, donde era el
director, para obsequiarme la revista.
Al día siguiente me
presenté con mis acompañantes en el sitio, donde me recibieron con atención.
Estaban enterados de que estaría por ahí y me dijeron, de parte de Roberto
Fernández, que deseaban un intercambio permanente de las revistas. “Por
supuesto” –respondí-, y salí cargado de revistas y libros rumbo al hotel.
Durante muchos cumplió
con el envío de Casa de las Américas a mi casa, que era el domicilio de nuestra
revista, incluso cuando suspendimos los envíos de A Quien Corresponda por falta
de dinero.
Pienso que, si me hubiera dado cuenta en el bar de que él estaba
ahí, le habría invitado a nuestra mesa.
Pienso en lo que pude hablar con él.
Pienso que su amabilidad era tal, que me habría gustado como amigo.
Ahora que ha muerto, a
los 89 años, lo recuerdo con este poema suyo:
Felices los normales
A Antonia Eiriz
Felices los normales,
esos seres extraños.
Los que no tuvieron
una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente,
Una casa en ninguna
parte, una enfermedad desconocida,
Los que no han sido
calcinados por un amor devorante,
Los que vivieron los
diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más,
Los llenos de zapatos,
los arcángeles con sombreros,
Los satisfechos, los
gordos, los lindos,
Los rintintín y sus
secuaces, los que cómo no, por aquí,
Los que ganan, los que
son queridos hasta la empuñadura,
Los flautistas
acompañados por ratones,
Los vendedores y sus
compradores,
Los caballeros
ligeramente sobrehumanos,
Los hombres vestidos
de truenos y las mujeres de relámpagos,
Los delicados, los
sensatos, los finos,
Los amables, los
dulces, los comestibles y los bebestibles.
Felices las aves, el
estiércol, las piedras.
Pero que den paso a
los que hacen los mundos y los sueños,
Las ilusiones, las
sinfonías, las palabras que nos desbaratan
Y nos construyen, los
más locos que sus madres, los más borrachos
Que sus padres y más
delincuentes que sus hijos
Y más devorados por
amores calcinantes.
Que les dejen su sitio
en el infierno, y basta.
Roberto Fernández Retamar
PD. Por cierto,
Fernández nació en 1930, este asunto ocurrió en 1992, de modo que ese año tenía
62, la edad que ahora tengo yo. Supongo que no era tan viejo.