Canon íntimo de lectura
Guillermo Lavín
Es la fatalidad. Cuanto más pasa el tiempo, más me agobia,
pues sé que cuento con menos. Imagina que disfrutas beber los
mejores vinos, que tienes un sótano lleno de caldos excelentes, maduros, pero cada
día puedes beber sólo cierta cantidad. Así son los libros. Son los clásicos que
me miran, pendientes, anhelantes, desde sus anaqueles, son los libros de algunos
autores contemporáneos que admiro y busco, pero que publican –y son tantos– sin
cesar. Son autores que descubro a menudo por culpa de otros autores que los mencionan
y ahí voy, a ver de qué se trata, y algunos me sorprenden, se añaden a la lista
de libros pendientes de lectura. Y el tiempo, como el titán Cronos, desde los Campos Elíseos, me vigila y se ríe de mí, a sabiendas de que no podré con la tarea.
Borges declaró una vez que seguía jugando a no ser ciego, "sigo comprando libros –dijo–, yo sigo llenando mi casa de libros”. Me ocurre lo mismo. No por la ceguera, toco madera, sino por el paso perseverante del reloj. Simulo, hago como si tuviera todo el tiempo del mundo, entro a la librería y compro. En estos días la tentación se agudiza. Ahora, con mi ereader entro en Amazon, en Bajalibros –fabulosas librerías en línea– y descargo a mejor precio ejemplares compuestos de bits. Así que he intentado resolver el dilema: instituí mi canon de lectura. Sin embargo, como es tanto lo que quisiera leer y tan tortuoso eliminar mis deseos, opté por lo contrario.
Borges declaró una vez que seguía jugando a no ser ciego, "sigo comprando libros –dijo–, yo sigo llenando mi casa de libros”. Me ocurre lo mismo. No por la ceguera, toco madera, sino por el paso perseverante del reloj. Simulo, hago como si tuviera todo el tiempo del mundo, entro a la librería y compro. En estos días la tentación se agudiza. Ahora, con mi ereader entro en Amazon, en Bajalibros –fabulosas librerías en línea– y descargo a mejor precio ejemplares compuestos de bits. Así que he intentado resolver el dilema: instituí mi canon de lectura. Sin embargo, como es tanto lo que quisiera leer y tan tortuoso eliminar mis deseos, opté por lo contrario.
Definí lo que nunca habré de leer
No quiero leer a los clásicos que leí en la adolescencia,
aunque ya los haya olvidado, tampoco me acercaré, de los clásicos, a los libros
que fueron menos afortunados; dejo en el camino a los poetas modernistas y a
los románticos –quizá me permita a William Blake alguna vez–.
Haré ostentoso mutis ante esos libros recientes, que están
para dar pena, de hombres lobo, zombis y vampiros, y me negaré a los folletines
de Star Trek y similares; hago constar que no me interesa el millón de libros
mal editados con portadas afectadas, pueblerinas y espantosas, mucho menos el Bestseller
que se apila junto a las puertas de almacenes y librerías, ni libros religiosos
que pretenden hacer de mí un fiel, aunque quizá alguna vez, pero no para impregnarme
de fe, que respeto, pero no comparto, sino como parte de la cultura en que
estoy inmerso, quiero decir, porque humanizan, cuando se leen con inteligencia
y ética, con el corazón y la mente abierta.
Nada de tratados que adulen a los poderosos, ni manuales
para ser feliz. Por supuesto eso incluye
A Todos los Paulos Coelho del Mundo, no quiero perder mi tiempo en libros
de mujeres que odian a los hombres ni viceversa, alejaré de mí los que
justifican las políticas de cualquier gobierno, pues está visto que a la larga
escapa el rabo pelado de rata bajo la muralla que los oculta; a los escritores
bien aceitados que alaban a los corruptos en biografías autorizadas o no; los
informes de gobierno se quedarán en el olvido –a menos que sea para criticarlos
o cuando necesite un dato para escribir algo–, no leeré artículos de columnistas
que encubren la oscura realidad, que mienten y se disfrazan de
corderos-intelectuales, ni quiero leer a sesudos expertos en futbol; vaya, ni
siquiera los Kamasutras disfrazados de seudoerotismo que ahora inundan de sombras
grises las librerías.
Pero no acabo aún: me restan otros libros que no leeré. No escogeré
lecturas en función de la vida escandalosa de los autores. Nada de pirámides y
ojos ocultos tras un compás medieval, libros de magia blanca, negra, amarilla o
azul. No quiero leer poesía provinciana, novelas costumbristas, recetarios de
cocina llenos de magia seductora tanto para el sexo como para hacer maravillas
con la reducción instantánea de peso, tampoco quiero leer manuales de hágalo usted
mismo, que para eso están los que saben hacerlo mejor que el neófito, o sea yo,
ni páginas web o blogs de gente que no tiene la decencia de revisar la
ortografía, ya no digas con el corrector del office, ni siquiera con el de
Google.
Me gustan los comics
O cuentos, como los nombrábamos de niños. Leí muchísimos y
aguardaba el domingo porque mi padre ponía un peso en mi mano y otro peso en la
de mi hermano mayor, entonces nos poníamos de acuerdo qué cuento compras tú y
cual yo, para no repetir gustos y duplicar los beneficios, luego los guardábamos
en una caja de cartón, bajo el trinchador del comedor, con tan mala pata que un
ciclón inundó ese lugar y dejó caja y cuentos como sopa en plato de cartón. Ya
no los leo, los últimos que leí maravillado fueron los de Calvin y Hobbes, de Mafalda
y de Asterix. Ya no me atraen como antes, que me hacían reír, según cuentan mis
padres, con carcajadas descaradas, fuertes y contagiosas. Sólo que surja uno
que recupere el esplendor magnífico que me divertía, modificaré este fragmento
del canon.
Dice Enrique Serna[i]:
"Los libros de autoayuda… han usurpado el lugar de la filosofía, porque la
mayoría de los filósofos importantes, salvo raras y valiosas excepciones, ya no
aspiran siquiera a entablar un diálogo inteligente con el hombre común". Ignoro
si usurpan el lugar de la filosofía, me parece, eso sí, que han acotado a los sicólogos,
pues en lugar de pagar semanalmente una buena suma al dueño del diván, el
acongojado y el emproblemado compran el libro o lo piden prestado y buscan en
sus páginas la respuesta a los dolores y penas con que la sociedad los apabulla.
En fin, me niego a las novelas que se pasan de simples y que
trastocaron la idea clara y precisa de que lo malo es malo, para seducir a los
niños y adolescentes con que ser vampiro, hombre lobo, bruja, zombi y asesino
circunstancial no es malo sino lo contrario y hasta deseable. Tiene razón Perez
Reverte. [ii]
¿Qué quiero?
Primero, que no me digan que los Coelhos son trascendentes, cuando no son más que divulgadores de
lugares comunes, cosa que tengo bien clara porque a diario transitan sus dichos
en el facebook, como si fuera la voz de Dios aterrizada en la tierra para
salvarnos de nuestras penas y pesares. Supongo que Coelho es buen autor para
quien no gusta o no quiere sufrir con libros que entrañan dificultad, para el
que escoge leer a Dan Brown y esquiva a Coetzee, para el que busca ideas
sueltas que fragüen sus sentimientos y opiniones, que quiere soluciones
facilonas y rápidas a sus destrozadas vidas emocionales. Seguro será la
solución, aunque sea momentánea, a sus vidas devastadas.
Pero no es mi caso. Busco frases perfectas, redonditas, como
diría Juan José Amador, el poeta mexicano que murió ante de tiempo, frases que
impactan y reverberan por su construcción, por la profundidad de una idea, por la
belleza de su hechura. Por más que le busques, en los novedosos libros de
vampiritos guapos y bondadosos nunca se encuentran frases así, ni deslumbran al
menos con una miserable metáfora. Busco asuntos, temas, historias originales,
finales sorprendentes, buen uso del lenguaje, innovación, mirada perspicaz,
tratamiento inteligente de las emociones y los sentidos. Quiero profundidad en
la reflexión, en el ensayo, en las emociones.
Pero conste que no estoy en contra
Félix de Azúa escribió con cierto tono sarcástico, algo que
me parece extraordinariamente acertado: “Entre 1960 y 1980 la editorial Gallimard vendió dos millones y medio de
ejemplares de los ensayos de Sartre, un disparate tan grande como los millones
de ejemplares de El código Da Vinci,
aunque menos entretenido”[iii].
Coincido en que Sarte es aburrido, tanto
como Lacan, Baudrillar, Foucault, Poulantzas y similares. También creo que el
libro de Dan Brown es mucho más entretenido, pero estoy en desacuerdo con eso
de que las ventas del Código sean un
disparate.
Mi argumento en sencillo: para que existan médicos
especialistas, se necesitan los médicos de barrio –médico familiar, le dicen en
el IMSS–, los que atienden la gripe y el pus en el brazo. ¿Acaso vas al
oncólogo cada vez que sientes un dolor de estómago? Igual es con todo: hay
ingenieros y albañiles, investigadores con doctorado en educación y humildes
maestros de rancho, abogados de alcurnia y tinterillos, analfabetas y
doctorados, humildes y fanfarrones, ladrones de cuello blanco y asaltantes con
cuchillo. Siempre fue así. Hay sicólogos y coelhos. Puedo escoger entre Crepúsculo, de Stephenie Meyer, y La feria de las tinieblas, de Ray
Bradbury. En la literatura hay innovadores, hay repetidores y hay facilones que
procuran no usar más de doscientas palabras diferentes, y son muy útiles para
quien no sabe otras. No es asunto de falsa indulgencia, es que cada quien usa
su tiempo como le place. Dice Vargas Llosa que hay novelas de sofá y de tumbona[iv]. Así es la
historia de la literatura, unos pocos prefieren el sofá; muchos, muchísimos, la
tumbona.
No intento adonizar mis gustos, pero creo que aburrirse es
desperdiciar la vida. Cada instante de tedio, cada minuto dormido de más y cada
película mediocre que veo, cada conversación insulsa, es un desperdicio de
vida. ¡Como si pudiéramos reponerla comprando días con PayPal! Por eso digo que
esos libros, que son los más, no los leeré, pues me aburren, se repiten
incesantemente, nunca ofrecen una imagen novedosa o un giro de lenguaje:
nacieron esclerotizados. Y aunque respeto a quienes disfrutan con la levedad
que ofrecen –o los necesitan para aliviar sus vidas– y a quienes los
recomiendan en el Facebook, no pienso darles mi tiempo.
Esto, por supuesto, a usted le importa menos que una colilla
pisoteada en la banqueta, pero es la única vida que tengo y la voy a gastar
como a mí me gusta. Ahora mismo me paso al sofá,
donde El Cuaderno Gris de Josep Plá me
mira y desespera.